La noche del viernes se fue la luz en mi departamento, como
ya era de noche inmediatamente encendí una vela para poder tener algo de
visibilidad.
Sonreí al llevar a cabo ese gesto, me trajo un agradable
recuerdo de niñez, cuando se iba la luz en casa y mis padres encendían velas
con el mismo fin que yo.
Me acuerdo cuando nos enseñaron a pasar el dedo en mitad de
la llama, y el miedo que me producía pensar que podía quemarme… y cuando
finalmente, con los ojos totalmente
abiertos y con la respiración contenida, lo hice comprobando que, en efecto, no
causaba ningún daño.
Además contábamos alguna historia de miedo en penumbras, y
papá nos hacía dar un salto de susto con algún golpe en la mesa cuando
estábamos más atentas.
Una noche me incendié un mechón de pelo y extinguí
rápidamente el fuego, antes de que se dieran cuenta, sin daños mayores que un
olor a chamuscado y un mechón corto.
Pero sobre todo recuerdo
las ganas de que volviera la luz para poder apagar las velas de un soplo, la
discusión con mi hermana sobre quien lo haría o la carrera hasta los
candelabros en cuanto volvía la electricidad.
Tenía menos de ocho años, son recuerdos vagos… Pero
afloraron todos cuando me quedé en tinieblas. Esperé un momento a que volviera,
pero tardaba, y yo estaba sola; ni dedos cortando llamas, ni historias de
miedo, ni pequeños incendios fortuitos, ni con quién pelear por sofocar el
diminuto fuego.
Me acerqué al destello naranja y exhalé un suspiro que acabó
con el brillo, dejándome a oscuras, pero con una sonrisa infantil en los
labios.